Por: Prof. Carlos Bañuelos
Representación de las antiguas Olimpiadas. |
Cuando se restauraron los Juegos Olímpicos en Atenas en 1896, los organizadores, lógicamente, tomaron como modelo las antiguas Olimpiadas. El antiguo festival en honor a Zeus tenía un fuerte elemento religioso. Estaba dedicado sólo a los hombres, que competían desnudos. Con pocas excepciones, a las mujeres no se les permitía participar, ni siquiera como espectadoras. Si alguna desobedecía la regla, podía ser condenada a muerte.
En las primeras Olimpiadas modernas se permitió a las mujeres presenciar las competencias, pero no participar. Hasta los Juegos de Ámsterdam en 1928, las mujeres sólo competían en deportes como golf, tenis, natación y esgrima; pero había muy pocas competidoras. En Ámsterdam, a las atletas se les permitió participar, por primera vez, en los deportes de pista y campo, que incluían una carrera de 800 m que causó gran controversia: después de terminar la prueba, muchas competidoras se desmayaron.
Los conflictos siguieron y, como resultado, los Juegos Olímpicos no tuvieron carreras para mujeres más largas de la mitad de la pista, o sea, 200 m, sino hasta 1964, cuando Betty Cuthbert de Australia ganó los 400 m. Los 1 500 m se introdujeron en Munich en 1972; los 3 000 m y el maratón en Los Ángeles, en 1984. Las carreras largas para mujeres se han complementado con las competencias de natación, así que hoy día no hay gran diferencia entre los programas para mujeres y para hombres.
Enriqueta Basilio con la Antorcha Olimpica, México 68. |
Los años sesenta marcaron el inicio de una época diferente. Las mujeres comenzaron a figurar en roles que antes estaban reservados sólo a los hombres. México fue el primer país del mundo en concederles el lugar que ellas merecían en el campo deportivo. Enriqueta Basilio, atleta bajacaliforniana, fue la primera mujer que, después de recorrer la pista del estadio, encendió la llama olímpica que presidiría los Juegos. Más de 100 000 espectadores y cerca de 500 millones de televidentes contemplaron la escena que cambió para siempre un arraigado concepto social.
La ruta que siguió el Fuego Sagrado fue la siguiente: salió el 23 de agosto de Olimpia, Grecia; pasó por Atenas, Génova, Barcelona, Cataluña, Madrid, Sevilla, Canarias, San Salvador, Veracruz, Jalapa, Córdoba, Orizaba, Tlaxcala, Apizaco, Huamantla y Teotihuacán. Ya en la capital, el Fuego Olímpico se dividió en tres antorchas: la primera se condujo a la subsede de Acapulco, la segunda al Museo de Antropología y la tercera al Estadio Olímpico.
En la puerta del Estadio México '68, la antorcha fue recibida por un cadete del Colegio Militar y él la entregó a Enriqueta Basilio. Así terminó el viaje de 50 días desde la explanada del Altis en Grecia hasta el Estadio Olímpico México '68 de Ciudad Universitaria.
La antorcha fue conducida por 2,778 atletas en total y escoltada por otros 1,198.
En México hubo 816 relevos durante 6 días desde el 6 de octubre, en que llegó al puerto de Veracruz.
Escoltado por motociclistas y vehículos oficiales, el Fuego Olímpico cruzó de norte a sur toda la ciudad sede.
El Fuego Sagrado contagió por igual a hombres y mujeres, es decir, a la juventud de todos los países competidores, sin distinción. La época moderna, desde esta Olimpiada, superó a las competencias de la antigua Grecia, donde no se permitía a las mujeres participar, ni siquiera como espectadoras, bajo pena de muerte.
En México, en el año de 1968, se superaron de una vez por todas las distinciones entre sexos. El mundo, desde entonces, empezó a ver con otros ojos las competencias. Ya no se trataba de quién realizaba las hazañas deportivas, si hombre o mujer, blanco, amarillo o negro, sino del alcance que el ser humano podía tener proponiéndose lo que, a fin de cuentas, es el lema de las Olimpiadas modernas: Altius, Citius, Fortius.
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